La vida a través de mi ventana…

Hoy, el día que el mundo se detuvo, es la primera vez que el árbol frente a la ventana de mi cuarto me parece interesante. Acaba de empezar la primavera y el universo que antes me parecía tan inmenso se ha reducido de forma vertiginosa a mi casa y a mi computadora. Pero el árbol se mantiene ahí, imperturbable y tan tranquilo como siempre, para él nada ha cambiado.

El sol sale y se esconde infinidad de veces, en un bucle sin fin. Cada día cruza de puntitas mi habitación, sin hacer ruido, sin dar señales de vida. Entra y se va: rápido, vacío y sin la posibilidad de volver.

Hay días soleados y sofocantes, en los que solo puedo abrir mi ventana en busca de una suave brisa. El árbol se llena de flores moradas y mi tiempo, de libros románticos.

¿Cuántos días han pasado?

Hasta hace poco no conocía el verdadero significado de extrañar. Y ahora lo extraño todo con una intensidad devastadora. El botón de retroceder brilla, fosforescente, bajo mis dedos y el eco de los recuerdos de una vida lejana me inunda.

«Cuando las tardes eran cálidas y estaban despejadas nadaba hasta agotarme para después volver a casa con la cabeza llena de planes emocionantes para el verano. Las clases estaban por terminarse y el ánimo alegre se exhalaba como risas escandalosas entre clases. La compañía era invaluable.»

Después aparecen las lluvias incesantes, por lo que mi ventana se vuelve hipnótica y muy relajante. El árbol se la pasa empapado, el petricor es el único olor que se cuela a mi departamento y, en mi cama, varias series me arrullan a la hora del alba naciente.

¿El mismo día otra vez?

«Las lluvias empezaban un puñado de minutos después de que empezaba mis carreras. Al inicio me molestaba que lloviera en la única época del año en la que podía despertarme tarde, relajarme un rato y después correr. Siempre terminaba mojada hasta los huesos y cansada: con la más cruda humanidad a flor de piel. Con el tiempo empecé a disfrutar de esa sensación.»

Aunque nosotros estemos detenidos, la vida continúa: el otoño llega, sin un solo minuto de retraso, y el día de muertos pasa frente a mí sin que me dé cuenta. El árbol se viste de naranja y me observa sentarme en el piso frente a la tele, jugar videojuegos y escuchar música por interminables horas.

¿Cuándo podremos volver a salir?

«Mi época favorita del año se encontraba llena de pequeños detalles que disfrutaba: disfraces, amigos, dulces, pistas de hielo y flores de colores vibrantes y radioactivos. Eran los días con el clima perfecto, sin calor y sin lluvia. Los exámenes se acercaban, pero aún no me respiraban en la nuca entonces podían ser pacientes por un poco más de tiempo.»

Por último, llega el frío y los cristales empañados. Las flores del árbol se marchitan y mueren. A mí se me acaban las cosas por hacer y las pantallas por ver.

¿Ya pasé un año completo en mi casa?

«Navidad y año nuevo significaban regalos, música alegre y la más reconfortante calidez humana. Había tazas humeantes de chocolate, vacaciones invernales, personas encogidas exhalando vaho y abrazos.»

Con el árbol raquítico, la soledad del exterior cobra protagonismo: las calles desiertas jamás dejan de ser inquietantes, solo las transitan los fantasmas de nuestro ajetreo diario y el abrumador peso de nuestra ausencia.

La vida se va corriendo si mí y yo solo puedo embelesarme viendo las estaciones pasar por mi ventana, prestar atención a personas que aprecio a través de una pantalla deshumanizante, admirar el tiempo pasar en el reloj inquebrantable, que avanza sin piedad y rebobinar una y otra vez los mismos recuerdos cálidos.

Entre ensoñaciones y distracciones, solo nos quedan paciencia, esperanzas de alcanzar el  futuro raudo, lejano y escurridizo, recuerdos llenos de polvo y anhelos a punto de ahogarse. Así es como se escapa la vida a través de mi ventana mientras yo veo el sol salir y las flores morir con una nostalgia que apenas me cabe en el cuerpo.

Andy Nava.

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